En un apartamento individual de turismo me establecí
temporalmente, en el que me atormentaba el jardinero con su poda cada siesta y
en el que yo barría, debajo del cable del televisor, un reguero de arena a modo
de sangre parda que venía de un arbusto, en el porche accesible a la zona donde
tomaban el sol los visitantes que se desnudaban para otros.
Descubrí el golpe que produce el peso de una charca, o una
de las piscinas de turismo comunitario.
De noche apagadas. En su interior juguetes de corcho y de
goma que producen sombras reconocibles cuando el cuerpo se ha sumergido a
oscuras y a tientas, obviando las miradas de vecinos, de una señora que me
sonríe cómplice y que solo advertiré más adelante, de vuelta, de regreso y con
el cuidado atrayente de mis pasos que se escurren.