El único tacto con la vida es la ingravidez del vello de mi sexo inmerso en el agua, vestido por unos pantalones cortos usados, con el desprecio que vence la propulsión líquida al tejido lánguido, bajo el que se expande su elasticidad y se ondula y roza en movimiento los huecos de todas mis ingles.
Después de nadar y permanecer sumergida, me decido y apoyo
los pies en el último tramo de la escalera inoxidada sobre la que ejerzo un
empuje justo y casi final.
Mi piel, adherida como una gasa que se empapa y se despega
de sí misma en ampollas de agua, absorbe la composición del cloro y se resiste
casi inútil a conservar su propio perfume, imperceptible aun al que suelo echar
de menos cuando mi cuerpo es consumido por otros, a los que muy tarde balbuceé
un evitable rechazo inscrito bajo algunos tactos sin nombre.
El contacto de una tela suave convierte la piel de una
porción en otra piel, con arrugas cuando emerjo en estrías, que cambian siempre
sus direcciones huecas de carne humana, y mi ombligo se abandona a una
certidumbre de orificio, y en su búsqueda hay una burbuja translúcida que se
hace pequeña o más grande y me impide chupar el líquido desde el estómago.
Encontré una muñeca en el borde.