No hay digresión posible de
argumento ni enajenación, sea esta última habitual e impropia del individuo, o
adquirida por la ingesta de fármacos, o imbuida por el mismo dolor en su
apariencia. La calidad de rígido, en su grado máximo de significación, se abandona y se codifica en las distancias que no alcanza la voluntad de la presencia humana, la que está comprendida en la misma presencia del ser.
No hay obsesión ni objetivo. El
objeto está fuera de cualquier herida o vendaje, fuera de sí.
Las estatuas son dóciles, abren y cierran sus párpados. Se hacen, se crean, se dejan.
La figura rígida no es un bloque
de materia, no conserva la fluidez por mucho que se haya moldeado. Tampoco es
una disposición del cuerpo. La figura rígida no es más que la ebullición
suprema del movimiento retenido, contenido, invalidado, cancelado,
desobedecido. La cara con dos tercios de rostro por dentro, los ojos uno en el
cristal de las gafas o lentillas y los restantes partidos en cuatro tres o dos
o cinco bajo las uñas, que son las que reciben las señales del exterior y las
comunican al interior mediante un lenguaje de signos sin albedrío. No es una
disposición. Es un cuerpo que no está firme y cuya potencialidad de
fragmentarse se eleva hasta los mismos extremos que sorprenden sobre su
permanencia.
Un puñado de arena se mantiene
sobre la cresta de una duna. Hay un desfile y un recorrido previo que conduce a
una estación de cansancio, un desorden de ingravidez que permitiera danzar
acaso sobre esta duna sin dejar señal ni surco perceptible con los apoyos por
los que un cuerpo se desliza.